lunes, 30 de diciembre de 2013
LOS CHAMANES
Conocí a Pachita cuando debía conocerla. Me preguntaba en ese entonces hasta dónde debía impulsarse
la individualidad. Aún más, me interrogaba acerca del sentido real de la individualidad y todo lo que
encontraba como respuesta no me satisfacía. Al mismo tiempo, algo dentro de mí no estaba completo. Con
Pachita aprendí que la individualidad se conserva aún después de la muerte corporal, que la sensación de
ser un yo mismo independiente y completo es sana y debe expandirse hasta acceder al todo, que la Unidad
no se alcanza destruyendo el yo sino transformándolo después de aceptarlo. Todo me recordaba a John
Uooke quien decía que el ego debe ser amado, conocido y después olvidado. Su regalo más grande fue el
entender que se es siempre y que por lo tanto es necesario respetar la vivencia de la existencia y no
invalidarla.
Lo que veía en casa de Pachita desafiaba en un grado tan fundamental mis concepciones acerca del
cuerpo y su importancia que después de la primera sesión de operaciones salí a la calle sintiéndome un
espíritu y viviendo mi cuerpo como una especie de vehículo. Las notas después de esta sesión reflejaban
ese estado de ánimo:
“... mi cuerpo, mi cuerpo es sólo un instrumento, me dije a la salida de la casa de Pachita.
El mercado con las flores brillaba en esa madrugada y yo me sentía unido con todo.
Las flores son hermanitas, la tierra es hermanita, los gusanos son hermanitos, los pájaros, las víboras, los
ojos.
Mi cuerpo no me pertenece, mi cuerpo es un instrumento, el espíritu se mueve.
Mis manos estaban rojas de la sangre vertida con el cuchillo de monte...”
En esa primera sesión de operaciones yo había visto como una mujer se aproximó a “Pachita” para
acostarse en una cama improvisada hecha de tablas semirrotas y allí en medio de todos, un cuchillo de
monte se introdujo en su vientre para sacar un tumor y transpíatar algún órgano interno. Esa mujer, la
primera persona que vi operar, me dejó una huella indeleble. Recuerdo que a punto de desmayarme tras
ver la operación, algo en mí decidió proseguir y tomar todo con naturalidad y fuerza. ¿Qué fue y como logré
no gritar de horror o salir corriendo de allí? ¡No lo sé! Lo cierto es que a partir de cierto instante me sentí
como en mi casa y lo único que deseaba era ayudar y aprender.
Recuerdo que después de esa sesión estaba tan hambriento que decidí ir a cenar a un restaurante. Me
senté y vi que todos se me quedaban viendo. Volteé a ver mis manos y me di cuenta que estaban rojas de
sangre.
El caso más extraordinario y el que me enseñó que realmente no existen límites, fue el de una niña, quien
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en una operación convencional había sido sobreanestesiada, dejándole su cerebro muerto por la falta de
oxígeno. Los padres, desesperados después de ver una docena de neurólogos, dieron con Pachita y le
pidieron ayuda. Pachita aceptó y la segunda operación que vi aquella primera noche, fue un trasplante de
corteza cerebral en la niña sobreanestesiada.
Aquello fue demasiado difícil para mí.
Durante más de diez años me he dedicado a investigar algunos aspectos de la fisiología cerebral y aunque
me considero bastante revolucionario entre mis colegas, jamás me imaginé, ni podría haber aceptado, que
una parte del cerebro pudiera trasplantarse de un ser humano a otro. Jamás lo hubiera aceptado de no
haberlo visto, pero el caso es que lo vi y eso me transformó tan profundamente que a partir de ese
momento, todas mis concepciones psicofisiológicas cambiaron. La niña era un “vegetal” que no se movía ni
hablaba ni controlaba sus esfínteres. En esa operación, y en cuatro subsecuentes, “Pachita” cortó el cuero
cabelludo con el cuchillo de monte y después abrió el hueso del cráneo usando un pedazo de sierra de
plomero.
Yo veía eso y parte de mí pensaba que no era cierto y otra que era maravillosamente real.
Después “Pachita” hizo aparecer una sección de corteza humana, tomó un pedazo en sus manos, le lanzó
su aliento y le ordenó que viviera: ¡vive!, ¡vive! le gritaba.
Después, con la ayuda del cuchillo, introdujo el pedazo de corteza al cráneo de la niña y con una serie de
movimientos extraños, lo dejó depositado allí. Por fin, la herida se cerró después de que yo fui invitado a
colocar mis manos encima de la misma. A eso se le llamaba saturar. La niña fue vendada y devuelta a sus
padres.
La operación se realizó sin anestesia, sin asepcia y considerando su magnitud y seriedad, lo que se podía
haber esperado como mínima reacción era una meningitis fulminante. En lugar de ello, la niña se presentó a
los quince días para una nueva operación, sin infecciones, sin haberse muerto de shock postoperatorio y
con algún síntoma de mejoría. De hecho, después de cuatro operaciones similares a la descrita, yo vi a esa
niña empezar a tener movimientos voluntarios, balbucear vocablos, quejarse de dolor y molestias y sonreír,
¡sí! ¡sonreír!
Cuando yo vi sonreír a esa niña y alcancé a comprender los motivos de su alegría, entendí que lo más
fundamental es lo de mayor alcance espiritual, lo que cualquiera comprende, lo que se encuentra presente
en todos los niveles, lo clásico, lo que se siente como certeza y mismidad.
Era el cumpleaños de Cuauhtémoc y el recinto de las operaciones fue vestido de flores y saturado de
incienso. Pachita se sentó en el centro del cuarto, respiró profundamente y unos minutos más tarde, el
saludo de Cuauhtémoc nos introdujo a un mundo mágico. En un mensaje magnífico, el Hermano nos
comunicó sus deseos y su amor. En cierto momento empezó a hablar de Dios y de sus designios. La niña
en su silla de ruedas estaba en el recinto acompañada de sus padres y en el instante en el que el Hermano
llega a la máxima profundidad espiritual, la niña sonrió. Cada vez que Cuauhtémoc alcanzaba un nivel que
yo sólo podría catalogar como de total trascendencia, la niña volvía a sonreír. Fuera de esos niveles, yo no
notaba reacción alguna en ella. Aquello me enseñó lo que ya mencioné y me llenó de fe.
Una de las facetas más misteriosas de la obra era lo que acontecía con la conciencia de Pachita durante
las operaciones. Recuerdo que cuando le leí el libro, la más asombrada era ella como si no recordara lo que
acontecía en las operaciones o como si no hubiese estado en ellas. Esto último parecía lo más probable.
Pachita, la conciencia de Pachita estaba ausente durante las operaciones. ¿Cómo explicar esto? En
realidad no lo sé.
Armando y la misma Pachita decían que el espíritu de Pachita se iba de su cuerpo y que el espíritu del
Hermano lo ocupaba mientras tanto. Creo que esta última era una explicación demasiado simple para lo que
verdaderamente acontecía. Quizá, Pachita funcionaba en un nivel en el que su conciencia se conectaba con
la estructura más fundamental de lo que la física llama lattice y de allí extraía todo su poder.
Una muestra de este poder yo la tuve en Parral. Cuando llegamos a esta ciudad, una sequía la tenía
sedienta durante meses. Los campos estaban secos y la gente se quejaba del calor y de la falta de agua.
Pachita hizo lo mismo. Usando el peor caló, maldijo la sequía y pidió lluvia. A la media hora empezó a caer
una llovizna ligera y en la noche comenzó una tormenta que no disminuiría su volumen de precipitación
durante varios días.
Los ríos de Parral se empezaron a desbordar y en las calles la gente volteaba a ver el cielo y con
ademanes de sorpresa y beneplácito agradecían la lluvia.
En el estado de Morelos yo había visto a Don Lucio controlar una tormenta y me había maravillado de su
poder. Lo que hacía Pachita me maravillaba aún mas. ¿De dónde venía su fuerza?
De pequeña, Pachita había sido abandonada por sus padres y adoptada por un negro africano llamado
Charles. Durante 14 años Charles cuidó de Pachita y le enseñó a ver las estrellas y a curar.
Después, Bárbara Guerrero (Pachita) luchó al lado de Villa, fue cabaretera, vendedora de billetes de
lotería, cantaba en camiones de paso... Creo que haber vivido tantas experiencias la conectaron con lo que
trascendía de todas ellas. De alguna manera, Pachita había logrado dejar atrás muchas ilusiones y eso la
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colocaba en un punto de contacto íntimo coñ la verdadera Realidad. La verdadera Realidad era lo que
hacía.
Me parece que lo que he dicho no logra explicar por qué Pachita no era consciente durante las operaciones,
a menos de aceptar que lo que nosotros conocíamos de Pachita, la personalidad que nos mostraba
cotidianamente era una especie de matriz de relaciones aparentes que desaparecía cuando la verdadera
Pachita aparecía.
Creo que Armando no estaría de acuerdo con lo anterior. El era el ayudante más veterano de Pachita y él
mismo también se dedicaba a curar.
Sin embargo, él sí conservaba su conciencia habitual. Alguna vez me dijo que había hecho un trato con el
Hermano y que este trato consistía en que a cambio de mantener su conciencia, no recibiría tanta
protección como Pachita. Por eso, me confesó, -he tenido tantos daños y Pachita me ha tenido que operar
tantas veces-.
Por supuesto que los daños y su significado merecen algún intento de explicación. Pachita y todo el
chamanismo mexicano distinguen entre enfermedad buena y enfermedad mala. La enfermedad buena la
consideran natural y curable con medicinas convencionales. La enfermedad mala, en cambio, son los
daños. Alguien tiene una envidia (me explicaba alguna vez Don Lucio) y la persona envidiada recibe una
carga energética que lo enferma. Los daños son las introyecciones de los malos pensamientos de los otros,
son las malas intenciones detectadas a niveles corporales.
Me parece que toda la concepción de los daños merece un estudio profundo, sobre todo para entender
cómo una alteración en las características del campo neuronal puede materializarse en un cuerpo.
A las materializaciones a partir de la aparente nada, Pachita las denominaba “Aportes”. De pronto, Pachita
hacía una serie de movimientos extraños con las manos y sin que previamente hubiera un objeto, algo
aparecía en la palma de su mano. Estas materializaciones eran cotidianas y parte normal de las sesiones.
La física actual también ha observado algo similar en la súbita aparición de partículas elementales a partir
de la lattice. Creo que el cerebro de Pachita era capaz de alterar la morfología del espacio y eso se
manifestaba como una súbita materialización de un objeto.
A mí me dio un aporte que describo en uno de los capítulos de este libro. Por supuesto que la explicación
que he ofrecido no dice nada acerca de la especificidad de los aportes. Yo recibí un pequeño óleo pintado
por un artista chino llamado Fío; Memo, un hijo de Pachita, una medalla de oro con los símbolos de las doce
tribus de Israel; Armando, algo diferente. ¿De dónde provenían esas formas materializadas y cómo surgían
tan perfectas e impecables? ¡No lo sé!
Pachita se consideraba miembro de la tribu perdida de Israel. En realidad, históricamente las doce tribus
de Israel se dividieron hace miles de años. Diez tribus abandonaron el territorio de Israel. De esta forma, se
puede hablar de la existencia de diez tribus perdidas de Israel. Pachita aseguraba pertenecer a una de
ellas.
No puedo añadir nada más porque nunca hablé con Pachita acerca de ello.
Los pacientes que iban a ser operados, se sometían a la ingestión pre-operatoria de una serie de
medicinas provenientes de otras tantas hierbas naturales. Memo ayudaba en la confección de las mismas y
alguna vez me explicó cómo las preparaban. En las consultas, estas hierbas eran recetadas. Su variedad
era extraordinaria lo mismo que las formas en las que se preparaban. Recuerdo que a los pacientes
diabéticos Pachita les recomendaba tomar un vaso de agua con clavos oxidados (solamente el agua por
supuesto). Algunos de estos remedios los describo en el libro, por lo que allí refiero al lector interesado.
En las primeras sesiones, yo no distinguía o más bien no aceptaba que el Hermano y no Pachita operaba.
Por supuesto, el cuerpo de Pachita no desaparecía durante las operaciones, lo que se transformaba era su
personalidad. Yo estaba acostumbrado a meditar y sabía que una etapa de la meditación se caracteriza por
un estado de apertura hacia contenidos inconscientes. Cuando se llega allí, se reciben mensajes y se
vislumbra la existencia de un estado de conocimiento puro y alejado de convencionalismos. Todo ello se
experimenta y se vive como algo maravilloso, pero se siente que pertenece al uno mismo, que el yo no
desaparece y otra entidad ocupa el cuerpo.
¡No, eso no se experimenta! Más bien la sensación es la de estar en contacto con otro nivel de uno
mismo. Para Pachita y para Armando, una transformación similar indicaba la entrada de otra entidad, el
abandono del cuerpo por el uno mismo y la ocupación del mismo cuerpo por otro ser. Yo no podía creer eso
y me resistí a aceptar la transformación que veía en la personalidad de Pachita como señal de la
desaparición de Pachita y la aparición del hermano Cuauhtemoc. Más bien, suponía que Pachita se
introducía a un nivel de sí misma extraordinariamente poderoso y diferente al de su yo normal, pero era ella
misma transformada y no otro ser ocupando su cuerpo.
Al terminar la primera sesión de operaciones, acompañé a una de las ayudantes de Pachita a su casa.
Platicamos durante el trayecto:
Mi hija no podía respirar, escupía sangre y no había nada que hacer. La llevé con el Hermano, le sacó los
pulmones, materializó unos pulmones nuevos y se los injertó. Sólo se me ocurrió preguntarle si había
podido respirar entre la extracción y el injerto.
- ¿Pudo respirar?
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La mujer se rió y me dijo que habían sido unos pocos segundos de intervalo entre una y otra maniobra...
Recuerdo que yo estuve a punto de decirle que no era el Hermano el que había hecho aquello sino la
misma Pachita en otro nivel de conciencia pero me contuve. ¿Quién era yo después de todo para afirmar
algo así? Jamás en ninguna meditación había yo llegado a un nivel en el que pudiera trasplantar unos
pulmones. ¿Cómo podía yo saber si en verdad Cuauhtémoc existía y era capaz realmente de ocupar el
cuerpo de Pachita?
A partir de ese momento decidí no juzgar y simplemente aceptar lo que veía y oía.
Pero no era fácil. Yo pensaba que la Unidad existía y que la individualidad debía desaparecer para lograr
la Unidad y he aquí que si Cuauhtémoc era una entidad individualizada, entonces la individualidad no
desaparecía. El intento de equilibrar mi concepto de Unidad con el de individualidad me llevó a una etapa de
confusión de la que salí cuando meses después de la muerte de Pachita conocí a los Sufis.
“Un maestro Sufi hablaba con Dios:
Dios, le decía, muéstrame tu presencia sin el velo de tus atributos.
Dios le contestaba con una negativa
¡NO!
El Sufi le rogaba:
¡Te lo suplico! Dios le decía:
¡NO!, porque no podrás resistir la soledad de mi divina unidad.
El Sufi emocionado replicaba:
¡Pero si eso es precisamente lo que deseo, llegar a la
Unidad!
Pues bien, Dios accedía, sabe entonces que tú eres aquello. .”
¡Tú eres aquello! Esa respuesta me convenció de la ausencia de una real dicotomía. En la Unidad, la
experiencia de existencia persiste. En la Unidad se llega al “uno mismo’’ que es idéntico para todos.
No intento invalidar la existencia del Hermano. Simplemente describo lo que vi sin negar experiencias y sin
someter las vivencias a juicios críticos reduccionistas. Por ello, hablo de Cuauhtémoc y de Pachita y de Armando
y de mí mismo como seres diferentes uno del otro, cuando en realidad todos somos un mismo y
único Ser.
Durante toda mi experiencia al lado de Pachita, ;icogniciones interesantes aparecieron en mi mente. Las
he compilado y algunas de ellas las reproduzco al final de este libro. Las he titulado MURMULLOS DEL
SILENCIO aparecieron en momento de silencio conceptual y de gran paz. Aunque no relatan incidentes y
aparentemente no están relacionadas con el resto de la obra, creo que su inclusión está justificada por
haber aparecido durante mi colaboración con Pachita y porque enriquecen el texto.
Aunque en ocasiones la tentación casi traicionó mi prudencia, no he querido retocar los capítulos que ya
estaban escritosni tampoco añadir nuevas descripciones. Creo que haberlo hecho atentaría en contra de la
frescura del texto. Una posible desventaja, sin embargo, es que algunas frases pudieron mejorar con una
corrección o una, descripción clarificarse usando el mismo procedimiento. Espero que el lector disculpe
tales faltas y aprecie la frescura original. Esta última (cuando existe) resulta de haber escrito mis
experiencias el mismo o el siguiente día después de las sesiones. Algo en mí mismo se comprometió a
escribir con la mayor cantidad de detalles y eso sólo era posible hacerlo con un intervalo mínimo entre la
experiencia y la descripción de la misma. Sin embargo, confieso que mis propias carencias son un límite
insalvable y que jamás pude describir todo lo que yo deseaba. Espero que lo descrito sea suficiente para
que el lector sienta el carácter y la atmósfera de la obra de Pachita y del Hermano.
Mis antecedentes como psicofisiólogo están incluidos en algunos capítulos y secciones. Quiero decir con
lo anterior que en algunas partes me introduzco en tecnicismos y explicaciones fisiológicas que quizá sólo
sean entendibles para el especialista. Creo que tengo algún derecho de incluir mi propia visión de esta obra
y por ello me he atrevido a no suprimir las partes del libro con sabor fisiológico.
Han transcurrido años desde que viví las experiencias con Pachita y siento que no soy el mismo que era
antes de conocer a esa maravillosa mujer. Su amor hacia todos sus pacientes era ejemplar, su entrega a la
obra de curarlos total y su buen humor y frescura hacían especialmente deliciosas las ocasiones en las que
tuve oportunidad de acompañarla. En verdad, la extraño y la recuerdo mucho.
Considero que este libro es una continuación de la obra iniciada por Pachita y su heredad. Ojalá que el
que lo lea impulse su amor al prójimo, a sí mismo y a Dios. De la obra los Chamanes de México de JACOBO GRINBERG-
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