miércoles, 25 de diciembre de 2013

Hermosa Navidad

Capitulo XI Hermosa Navidad
La casa del alcalde era amplia, hermosa e indicaba el bienestar de su dueño.
En el patio, rodeado de rústicos corredores, y plantado de castaños y nogales,
se habían extendido numerosas esteras. Para los ancianos y enfermos se
había reservado el lugar que estaba al abrigo del frío, y para los demás se
había destinado la parte despejada del patio, en el centro del cual ardía una
hermosa hoguera. Allí la gente robusta de la montaña podía cenar
alegremente, teniendo por toldo el bellísimo cielo de invierno, que ostentaba a
la sazón, en su fondo obscuro y sereno, su ejército infinito de estrellas.
La casa estaba coquetamente decorada con el adorno propio del día. El heno
colgaba de los árboles, entonces despojados de hojas, se enredaba en las
columnas de madera de los corredores, formaba cortinas en las puertas, se
tendía como alfombra en el patio, y cubría casi enteramente las rústicas
mesas. Tal adorno es el favorito en estas fiestas del invierno en todas partes.
Parece que la poética imaginación popular lo escoge de preferencia en
semejantes días para representar con él las últimas pompas de la vegetación.
El heno representa la vejez del año, como las rosas representan su juventud.
El alcalde, honrado y buen anciano, padre de una numerosa familia, labrador
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acomodado del pueblo, presidía la cena, como un patriarca de los antiguos
tiempos. Junto a él nos sentábamos nosotros, es decir, el cura, el maestro de
escuela y yo.
La cena fué abundante y sana. Algunos pescados, algunos pavos, la tradicional
ensalada de frutas, a las que da color el rojo betabel, algunos dulces, un
_puding_ hecho con harina de trigo, de maíz y pasas, y todo acompañado con
el famoso y blanco pan del pueblo, he ahí lo que constituyó ese banquete, tan
variado en otras partes. Se repartió algún vino; los pastores tomaron una copa
de aguardiente a la salud del alcalde y del cura, y a mí me obsequiaron con
una botella de Jerez seco, muy regular para aquellos rumbos.
Concluida que fué la cena, el maestro de escuela llamó por su nombre a uno
de los niños, sus alumnos, y le indicó que recitara el romance de Navidad que
había aprendido ese año. El niño fué a tomar lugar en medio de la
concurrencia, y con gran despejo y buena declamación, recitó el romance....
Todos aplaudieron al niño; el cura me preguntó:
--¿Conoce Vd. ese romance, capitán?
--Francamente, no; pero me agrada por su fluidez, por su corrección, y por sus
imágenes risueñas y deliciosas.
--Es del famoso Lope de Vega, capitán. Yo desde hace tres años he hecho que
uno de los chicos de la escuela recite, después del banquete de esta noche,
una de estas buenas composiciones poéticas españolas, en lugar de los
malísimos versos que había costumbre de recitar y que se tomaban de los
cuadernitos que imprimen en México y que vienen a vender por aquí los
mercaderes ambulantes.... De este modo, los niños van enriqueciendo su
memoria con buenas piezas, que se hacen después populares, y se ejercitan
en la declamación, dirigidos por mi amigo y su maestro, que es muy hábil en
ella.
--Señor,--respondió el maestro de escuela, dirigiéndose a mí,--ya he dicho a
Vd. que todo lo que sé, lo debo al hermano cura; y ahora añadiré, porque es
para mí muy grato recordarlo esta noche, que hoy hace justamente tres años....
Permítame Vd., hermano, que yo lo refiera; se lo ruego a Vd.,--añadió,
contestando al cura que le pedía se callase:--hoy hace tres años que iba yo a
ser víctima del fanatismo. Era yo un infeliz preceptor de un pueblo cercano, que
habiendo recibido una educación imperfecta, me dediqué sin embargo, por
necesidad, a la enseñanza primaria, recibiendo en cambio una mezquina
retribución de doce pesos. Servía yo, además, de notario al cura y de
secretario al alcalde, y trabajaba mucho. Pero en las horas de descanso
procuraba yo ilustrar mi pobre espíritu con útiles lecturas que me
proporcionaba encargando libros o adquiriéndolos de los viajeros que solían
pasar, y que, mirando mi afición, me regalaban algunos que traían por
casualidad. De este modo pasé catorce años; y como es natural, a fuerza de
perseverancia, llegué a reunir algunos conocimientos, que por imperfectos que
fuesen me hicieron superior a los vecinos del lugar, que me escuchaban
siempre con atención y a veces con simpatía y participando de mis opiniones.
Entonces acertó a llegar de cura a este pueblo un clérigo ... que desaprobó mi
método de enseñanza; me ordenó suspender las clases ... y acabó por querer
también asesorar a la autoridad municipal en todos sus asuntos, ... y tanto, que
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con motivo de las nuevas leyes dadas por el gobierno liberal, predicó la
desobediencia y aun se puso de acuerdo con las partidas de rebeldes que por
ese rumbo aparecieron luchando contra la _Constitución._ Yo entonces creí
conveniente advertir a la autoridad el peligro que había en escuchar las
sugestiones del cura, y me manifesté opuesto a sujetarme a sus órdenes en
cuanto a la enseñanza de mis niños... Hablé sobre ello a los vecinos, pero el
cura había trabajado con habilidad en la conciencia de esos infelices, y
haciendo mérito de varias opiniones mías ... me presentó como un hereje,
como un maldito de Dios y como un hombre abominable. Yo nada pude hacer
para contrarrestar aquella hostilidad; las autoridades no me sostenían, ... y me
resigné a los peligros que me traía mi independencia de carácter. No aguardé
mucho tiempo. Al llegar la Nochebuena de hace tres años, el pueblo,
embriagado y excitado ... se dirigió a mi casa, me sacó de ella y me llevó a una
barranca cercana a esta población para matarme. ¡Figúrese Vd. la aflicción de
mi mujer y de mis hijos! Pero el más grandecito de ellos, iluminado por una idea
feliz, corrió a este pueblo, donde hacía poco había llegado el hermano cura
aquí presente y que me había dado muestras de amistad las diversas veces
que había ido a ver mi escuela. Mi hijo le avisó del peligro que yo corría, y no
se necesitó más; vino a salvarme. En manos de aquellos furiosos caminaba yo
maniatado, y ya había llegado a la barranca con el corazón presa de una
angustia espantosa por mi familia; ya aquellos hombres, ebrios y engañados se
precipitaban a darme la muerte por hereje y maldito, cuando se detuvieron
llenos de un terror y de un respeto sólo comparables a su ferocidad. Iba a
amanecer, y la indecisa luz de la madrugada alumbraba aquel cuadro de
muerte, cuando de súbito se apareció en lo alto de una pequeña colina cercana
un sacerdote, vestido de negro, que hacía señas y que se acercaba al grupo
apresuradamente. Seguíanle este mismo señor alcalde, que entonces lo era
también, y un gran grupo de vecinos. El hermano cura llegó, se encaró con mis
verdugos y les preguntó porqué iban a matarme.
--Por hereje, señor cura, le respondieron: este hombre no cree en Dios, ni es
cristiano, ni va a misa, ni respeta a nuestros santos, y es enemigo del
_padrecito_ de nuestro pueblo....
Ya supondrá Vd., capitán, lo que el hermano cura les diría. Su voz indignada,
pero tranquila, resonaba en aquel momento como una voz del cielo. Les echó
en cara su crimen; los humilló; los hizo temblar; los convenció, y los obligó a
ponerse de rodillas para pedir perdón por su delito. Yo creo que temían que un
rayo los redujera a cenizas. Se apresuraron a desatarme; me entregaron libre
al cura, quien me abrazó llorando de emoción; vinieron a suplicarme que los
perdonara y en ese momento apareció mi infeliz mujer, jadeando de fatiga,
gritando y mostrando en sus brazos a mi hijo más pequeño, implorando piedad
para mí. Al verme libre; al ver a un cura, a quien reconoció desde luego, lo
comprendió todo: corrió a mis brazos, y no pudiendo más, perdió el sentido.
Aquella gente estaba atónita; el hermano cura que había recibido en sus
brazos a mi pequeña criatura, lloraba en silencio, y todo el mundo se había
arrodillado. En ese momento salió el sol, y parecía que Dios fijaba en nosotros
su mirada inmensa.
¡Ah, señor capitán! ¡cómo olvidar semejante noche!! La tengo grabada en el
alma de una manera constante; y si alguna vez he creído ver la sublime
imagen de Jesucristo sobre la tierra, ha sido ésa, en que el hermano cura me
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salvó a mí de la muerte, a toda una familia infeliz de la orfandad, y a aquellos
desgraciados fanáticos del infierno de los remordimientos.
--Y nosotros,--dijo el alcalde, llorando con una voz conmovida pero resuelta, y
dirigiéndose al concurso que escuchaba enternecido; --nosotros allí mismo
hemos jurado no permitir jamás, aun a costa de nuestras vidas, que se mate a
nadie: no digo a un inocente, pero ni a un criminal, ni a un salteador, ni a un
asesino. El hermano cura nos convenció para siempre de que los hombres no
tenemos derecho de privar de la vida a ninguno de nuestros semejantes; de
manera que si la ley manda ajusticiar a alguno de sus delitos, que ella lo haga,
pero fuera de nuestro pueblo: aquí hemos de procurar que nunca se haga tal
cosa, porque el pueblo se mancharía; y para no vernos en esa vergüenza y en
ese conflicto, lo que tenemos que hacer es ser honrados siempre. --¡Siempre!
¡siempre! resonó por todas partes, pronunciado hasta por la voz de los niños.
El cura me apretaba la mano fuertemente, y yo besé la suya, que regué con
unas lágrimas que hacía años no había podido derramar.
Cuando hubo pasado aquel momento de profunda emoción, el cura se
apresuró a presentarme a dos personas respetabilísimas, sentadas cerca de
nosotros y que no habían sido las que menos se conmovieran con el relato del
maestro de escuela. Estas dos personas eran un anciano vestido pobremente
de estatura pequeña, pero en cuyo semblante, en que podían descubrirse
todos los signos de la raza indígena pura, había un no sé qué que inspiraba
profundo respeto. La mirada era humilde y serena; estaba casi ciego, y la
melancolía del indio parecía de tal manera característica a ese rostro, que se
hubiera dicho que jamás una sonrisa había podido iluminarlo.
Los cabellos del anciano eran negros, largos y lustrosos, a pesar de la edad; la
frente elevada y pensativa; la nariz aguileña; la barba poquísima y la boca
severa. El tipo, en fin, era el del habitante antiguo de aquellos lugares, no
mezclado para nada con la raza conquistadora. Llamábanle el tío Francisco.
Era el modelo de los esposos y de los padres de familia. Había sido
acomodado en su juventud; y aunque ciego después y combatido por la más
grande miseria, había opuesto a estas dos calamidades tal resignación, tal
fuerza de espíritu y tal constancia en el trabajo, que se había hecho notable
entre los montañeses, quienes le señalaban como el modelo del varón fuerte.
La rectitud de su conciencia, y su instrucción no vulgar entre aquellas gentes,
así como su piedad acrisolada, le habían hecho el consultor nato del pueblo, y
a tal punto se llevaba el respeto por sus decisiones, que se tenía por inapelable
el fallo que pronunciaba el tío Francisco en las cuestiones sometidas a su
arbitraje patriarcal. No pocas veces las autoridades acudían a él en las graves
dificultades que se les ofrecían; y su pobre cabaña en la que se abrigaba su
numerosa familia, sujeta casi siempre a grandes privaciones, estaba
enriquecida por la virtud y santificada por el respeto popular. El anciano
indígena era el único, antes de la llegada del cura, que dirimía las controversias
sobre tierras, a quien se llevaban las quejas de las familias, de consultas sobre
matrimonios y sobre asuntos _de conciencia_, y jamás un vecino tuvo que
lamentarse de su decisión, siempre basada en un riguroso principio de justicia.
Después de la llegada del cura, éste había hallado en el tío Francisco su más
eficaz auxiliar en las mejoras introducidas en el pueblo, así como su más
decidido y virtuoso amigo. En cambio, el patriarca montañés profesaba al cura
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un cariño y una admiración extraordinarios, gustaba mucho de oirle hablar
sobre religión, y se consolaba en las penas que le ocasionaban su ceguera y
su pobreza, escuchando las dulces y santas palabras del joven sacerdote.
La otra persona era la mujer del tío Francisco, una virtuosísima anciana,
indígena también y tan resignada, tan llena de piedad como su marido, a cuyas
virtudes añadía las de un corazón tan lleno de bondad, de una laboriosidad tan
extremada, de una ternura maternal tan ejemplar y de una caridad tan ardiente,
que hacían de aquella singular matrona una santa, un ángel. El pueblo entero
la reputaba como su joya más preciada, y tiempo hacía que su nombre se
pronunciaba en aquellos lugares como el nombre de un genio benéfico. Se
llamaba la tía Juana, y tenía siete hijos.
El cura, que me daba todos estos informes, me decía:
--No conocí a mi virtuosa madre; pero tengo la ilusión de que debió parecerse a
esta señora en el carácter, y de que si hubiera vivido habría tenido la misma
serena y santa vejez que me hace ver en derredor de esa cabeza venerable
una especie de aureola. Note Vd. ¡qué dulzura de mirada, qué corazón tan
puro revela esa sonrisa! ¡qué alegría y resignación en medio de la miseria y de
las espantosas privaciones que parecen perseguir a estos dos ancianos! Y esta
pobre mujer, envejecida más por los trabajos y las enfermedades que por la
edad, flaca y pálida ahora, fue una joven dotada de esa gracia sencilla y
humilde de las montañesas de este rumbo, y que ellas conservan, como Vd. ha
podido ver, cuando no la destruyen los trabajos, las penas y las lágrimas.
Sin embargo, el cielo, que ha querido afligir a estos desventurados y virtuosos
viejos con tantas pruebas, les reserva una esperanza. Su hijo mayor está
estudiando en un colegio, hace tiempo; y como el muchacho se halla dotado de
una energía de voluntad verdaderamente extraordinaria, a pesar de los
obstáculos de la miseria y del desamparo en que comenzó sus estudios, pronto
podrá ver el resultado de sus afanes y traer al seno de su familia la ventura, tan
largo tiempo esperada por sus padres. Tan dulce confianza alegra los días de
esa familia infeliz, digna de mejor suerte.
Al acabar de decirme esto el cura, se acercó a él la misma señora de edad que
lo había llamado aparte e iba hablándole cuando llegamos al pueblo. Iba
seguida de una joven hermosísima, la más hermosa tal vez de la aldea. La
examiné con tanta atención, cuanto que la suponía, como era cierto, la heroína
de la historia de amor que iba a desenlazarse esa noche, según me anunció el
cura.
Tenía como veinte años, y era alta, blanca, gallarda y esbelta como un junco
de sus montañas. Vestía una finísima camisa adornada con encajes, según el
estilo del país, enaguas de seda de color obscuro; llevaba una pañoleta de
seda encarnada sobre el pecho, y se envolvía en un rebozo fino, de seda
también, con larguísimos flecos morados. Llevaba, además, pendientes de oro;
adornaba su cuello con una sarta de corales y calzaba zapatos de seda muy
bonitos. Revelaba, en fin, a la joven labradora, hija de padres acomodados.
Este traje gracioso de la virgen montañesa la hizo más bella a mis ojos, y me la
representó por un instante como la Ruth del idilio bíblico, o como la esposa del
_Cantar de los Cantares_[2].
La joven bajaba a la sazón los ojos, e inclinaba el semblante llena de rubor;
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pero cuando lo alzó para saludarnos, pude admirar sus ojos negros,
aterciopelados y que velaban largas pestañas, así como sus mejillas color de
rosa, su nariz fina y sus labios rojos y frescos. ¡Era muy linda!
¿Qué penas podría tener aquella encantadora montañesa? Pronto iba a
saberlo, y a fe que estaba lleno de curiosidad.
La señora mayor se acercó al cura y le dijo:
--Hermano, Vd. nos había prometido que Pablo vendría... ¡y no ha venido!--La
señora concluyó esta frase con la más grande aflicción.
--Sí: ¡no ha venido!--repitió la joven, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus
mejillas.
Pero el cura se apresuró a responderles.
--Hijas mías, yo he hecho lo posible, y tenía su palabra; pero ¿acaso no está
entre los muchachos?
--No, señor, no está,--replicó la joven;--ya lo he buscado con los ojos y no lo
veo.
--Pero, Carmen, hija,--añadió el alcalde,--no te apesadumbres, si el hermano
cura te responde, tu hablarás con Pablo.
--Sí, tío; pero me había dicho que sería hoy, y lo deseaba yo, porque Vd.
recuerda que hoy hace tres años que se lo llevaron, y como me cree culpable,
deseaba yo en este día pedirle perdón... ¡Harto ha padecido el pobrecito!
--Amigo mío,--dije yo al cura,--¿podría Vd. decirme qué pena aflige a esta
hermosa niña y por qué desea ver a esa persona? Vd. me había prometido
contarme esto, y mi curiosidad está impaciente.
--¡Oh! es muy fácil,--contestó el sacerdote,--y no creo que ellas se incomoden.
Se trata de una historia muy sencilla, y que referiré a Vd. en dos palabras,
porque la sé por esta muchacha y por el mancebo en cuestión. Siéntense Vds.,
hijas mías, mientras refiero estas cosas al señor capitán,--añadió el cura,
dirigiéndose a la señora y a Carmen, quienes tomaron un asiento junto al
alcalde.
--Pablo era un joven huérfano de este pueblo, y desde su niñez había quedado
a cargo de una tía muy anciana, que murió hace cuatro años. El muchacho era
trabajador, valiente, audaz y simpático, y por eso lo querían los muchachos del
pueblo; pero él se enamoró perdidamente de esta niña Carmen, que es la
sobrina del señor alcalde, y una de las jóvenes mas virtuosas de toda la
comarca.
Carmen no correspondió al afecto de Pablo, sea por que su educación,
extremadamente recatada, la hiciese muy tímida todavía para los asuntos
amorosos, sea, lo que yo creo más probable, que la asustaba la ligereza de
carácter del joven, muy dado a galanteos, y que había ya tenido varias novias a
quienes había dejado por los más ligeros motivos.
Pero la esquivez de Carmen no hizo más que avivar el amor de Pablo, ya
bastante profundo, y que él ni podía ni trataba de dominar.
Seguía a la muchacha por todas partes, aunque sin asediarla con importunas
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manifestaciones. Recogía las más exquisitas y bellas flores de la montaña, y
venía a colocarlas todas las mañanas en la puerta de la casa de Carmen, quien
se encontraba al levantarse con estos hermosos ramilletes, adivinando por
supuesto qué mano los había colocado allí. Pero todo era en vano: Carmen
permanecía esquiva y aun aparentaba no comprender que ella era el objeto de
la pasión del joven. Éste, al cabo de algún tiempo de inútil afán, se
apesadumbró, y quizás para olvidar, tomó un mal camino, muy mal camino.
Abandonó el trabajo, contentóse con ganar lo suficiente para alimentarse y se
entregó a la bebida y al desorden. Desde entonces aquel muchacho tan
juicioso antes, tan laborioso, y a quien no se le podía echar en cara más que
ser algo ligero, se convirtió en un perdido. Perezoso, afecto a la embriaguez,
irascible, camorrista y valiente como era, comenzó a turbar con frecuencia la
paz de este pueblo, tan tranquilo siempre, y no pocas veces, con sus
escándalos y pendencias, puso en alarma a los habitantes y dió que hacer a
sus autoridades. En fin, era insufrible, y naturalmente se atrajo la malevolencia
de los vecinos, y con ella la frialdad, mayor todavía, de Carmen, que si
compadecía su suerte, no daba muestras ningunas de interesarse por
cambiarla, otorgándole su cariño.
Por aquellos días justamente llegué al pueblo, y como es de suponerse,
procuré conocer a los vecinos todos. El señor alcalde presente, que lo era
entonces también, me dió los más verídicos informes, y desde luego me alegré
mucho de no encontrarme sino con buenas gentes, entre quienes, por sus
buenas costumbres, no tendría trabajo en realizar mis pensamientos. Pero el
alcalde, aunque con el mayor pesar, me dijo que no tenía más que un mal
informe que añadir a los buenos que me había comunicado, y era sobre un
muchacho huérfano, antes trabajador y juicioso, pero entonces muy perdido, y
que además estaba causando al pueblo el grave mal de arrastrar a otros
muchachos de su edad por el camino del vicio. Respondí al alcalde que ese
pobre joven corría de mi cuenta, y que procuraría traerlo a la razón.
En efecto, lo hice llamar, lo traté con amistad, le dí excelentes consejos; él se
conmovió de verse tratado así; pero me contestó que su mal no tenía remedio,
y que había resuelto mejor desterrarse para no seguir siendo el blanco de los
odios del pueblo; pero que era difícil para él cambiar de conducta.
La obstinación de Pablo, cuyo origen comprendía yo, me causó pena, porque
me reveló un carácter apasionado y enérgico, en el que la contrariedad, lejos
de estimularle, le causaba desaliento, y en el que el desaliento producía la
desesperación. Fueron, pues, vanos mis esfuerzos.
Yo sabía muy bien lo que Pablo necesitaba para volver a ser lo que había sido.
La esperanza en su amor habría hecho lo que no podía hacer la exhortación
más elocuente; pero esta esperanza no se le concedía, ni era fácil que se le
concediese, pues cada día que pasaba Carmen se mostraba más severa con
él, a lo que se agregaba que la señora madre de ella y el alcalde su tío no
cesaban de abominar la conducta del muchacho, y decían frecuentemente que
primero querían ver muerta a su hija y sobrina, que saber que ella le profesaba
el menor cariño.
Además, como los mancebos más acomodados del pueblo deseaban casarse
con Carmen, y sólo los contenía para hacer sus propuestas el miedo que
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tenían a Pablo, cuyo valor era conocido y cuya desesperación le hacía capaz
de cualquiera locura, se hacía urgente tomar una providencia para
desembarazarse de un sujeto tan pernicioso.
Pronto se presentó una oportunidad para realizar este deseo de los deudos de
Carmen. Había estallado la guerra civil, y el gobierno había pedido a los
distritos de este Estado un cierto número de reclutas para formar nuevos
batallones. Los prefectos los pidieron a su vez a los pueblos, y como éste es
pequeño, su gente muy honrada y laboriosa, la autoridad sólo exigió al alcalde
que le mandase a los vagos y viciosos. Ya conoce Vd. la costumbre de tener el
servicio de las armas como una pena, y de condenar a él a la gente perdida. Es
una desgracia.
--Y muy grande,--respondí,--semejante costumbre es nociva, y yo deseo que
concluya cuanto antes esta guerra, para que el legislador escoja una manera
de formar nuestro ejército sobre bases más conformes con nuestra dignidad y
con nuestro sistema republicano.
--Pues bien,--continuó el cura.--Por aquellos días, la antevíspera de la
Nochebuena, se presentó aquí un oficial con una partida de tropa, con el objeto
de llevarse a sus reclutas. El pueblo se conmovió, temiendo que fueran a
diezmarse las familias, los jóvenes se ocultaron y las mujeres lloraban. Pero el
alcalde tranquilizó a todos diciendo que el prefecto le daba facultad para no
entregar más que a los viciosos, y que no habiendo en el lugar más que uno,
que era Pablo, ése sería condenado al servicio de las armas. E
inmediatamente mandó aprehenderlo y entregarlo al oficial.
Dióme tristeza la disposición del alcalde cuando la supe, pero no era posible
evitarla ya, y además la aprehensión de Pablo era el pararrayos que salvaba a
los demás jóvenes del pueblo.
Algunas gentes compadecieron al pobre muchacho; pero ninguno se atrevió a
abogar por su libertad, y el oficial lo recibió preso.
Parece que Pablo, en la noche del día 23, burlando la vigilancia de sus
custodios, y merced a su conocimiento del lugar y a su agilidad montañesa,
pudo escaparse de su prisión, que era la casa municipal, donde la tropa se
había acuartelado, y corrió a la casa de Carmen: llamó a ésta y a la madre, que
asustadas, acudieron a la puerta a saber qué quería. Pablo dijo a la joven, que
así como había venido a hablarla, podía muy bien huir a las montañas; pero
que deseaba saber, ya en esos momentos muy graves para él, si no podía
abrigar esperanza ninguna de ser correspondido, pues en este caso se
resignaría a su suerte, e iría a buscar la muerte en la guerra; y si sintiendo por
él algún cariño Carmen, se lo decía, se escaparía inmediatamente, procuraría
cambiar de conducta y se haría digno de ella.
Carmen reflexionó un momento, habló con la madre y respondió, aunque con
pesar, al joven, que no podía engañarlo; que no debía tener ninguna esperanza
de ser correspondido; que sus parientes lo aborrecían, y que ella no había de
querer darles una pesadumbre reteniéndolo, particularmente cuando no tenía
confianza en sus promesas de reformarse, porque ya era tarde para pensar en
ello. Así es que sentía mucho su suerte, pero que no estaba en su mano
evitarla.
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Oyendo esto, Pablo se quedó abatido, dijo adiós a Carmen, y se alejó
lentamente para volver a su prisión.
--¡Ay! Así fué,--dijo Carmen sollozando;--yo tuve la culpa ... de todo lo que ha
padecido....
--Pero, hija,--replicó la señora;--si entonces era tan malo....
--Al día siguiente,--continuó el cura,--a las ocho de la mañana, el oficial salió
con su partida de tropa, batiendo marcha y llevando entre filas y atado al pobre
muchacho, que inclinaba la frente entristecido, al ver que las gentes salían a
mirarlo.
--¡Adiós, Pablo! ... repetían las mujeres y los niños asomándose a la puerta de
sus cabañas; pero él no oyó la voz querida ni vió el semblante de Carmen entre
aquellos curiosos.
En la noche de ese día 24 se hizo la función de Nochebuena, y se dispuso la
cena en este mismo lugar; pero habiendo comenzado muy alegre, se concluyó
tristemente, porque al llegar la hora de la alegría, del baile y del bullicio, todo el
mundo echó de menos al alegre muchacho, que aunque vicioso, era el alma,
por su humor ligero, de las fiestas del pueblo.
--¡Ay! ¡pobrecito de Pablo! ¿En dónde estará a estas horas?--preguntó alguien.
--¡En dónde ha de estar!--respondió otro ...--en la cárcel del pueblo cercano; o
bien desvelado por el frío, y bien amarrado, en el monte donde hizo jornada la
tropa.
No bien hubo oído Carmen estas palabras, cuando no pudo más y rompió a
llorar. Se había estado conteniendo con mucha pena, y entonces no pudo
dominarse. Esto causó mucha sorpresa, porque era sabido que no quería a
Pablo, de modo que aquel llanto hizo pensar a todos, que aunque la muchacha
le mostraba aversión por sus desórdenes, en el fondo lo quería algo.
El señor alcalde se enfadó, lo mismo que la señora, y se retiraron,
concluyéndose en seguida la cena de esa manera tan triste.
Han pasado ya tres años. No volvimos a tener noticias de Pablo, hasta hace
cinco meses, en que volvió a aparecer en el pueblo; se presentó al alcalde
enseñando su pasaporte y su licencia absoluta, y pidiendo permiso para vivir y
trabajar en un lugar de la montaña, a seis leguas de aquí. En dos años se
había operado un gran cambio en el carácter, y aun en el físico de Pablo.
Había servido de soldado, se había distinguido entre sus compañeros por su
valor, su honradez y su instrucción militar, de modo que había llegado hasta
ser oficial en tan poco tiempo. Pero habiendo recibido muchas heridas en sus
campañas, heridas de las que todavía sufre, pidió su licencia para retirarse a
descansar de los trabajos de la guerra, y sus jefes se la concedieron con
muchas recomendaciones.
Pablo no tardó más que algunas horas en el pueblo, cambió su traje militar por
el del labrador montañés, compró algunas provisiones e instrumentos de
labranza, y partió a su montaña sin ver a nadie, ni a Carmen, ni a mí. Retirado
a aquel lugar, comenzó a llevar una vida de Róbinson[3]. Escogió la parte más
agreste de las montañas; construyó una choza, desmotó el terreno, y haciendo
algunas excursiones a las aldeas cercanas, se proporcionó semillas y cuanto
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se necesitaba para sus proyectos.
Sus viajes de soldado por el centro de la República le han sido muy útiles. Ha
aprovechado algunas ideas sobre la agricultura y horticultura, y las ha puesto
en práctica aquí con tal éxito, que da gusto ver su _roza_, como él la llama
humildemente. No, no es una simple _roza_ aquélla, sino una hermosa
plantación de mucho porvenir. Está muy naciente aún; pero ya promete
bastante. Sus árboles frutales son exquisitos, su pequeña siembra de maíz, de
trigo, de chícharo y de lenteja, le ha producido de luego a luego una cosecha
regular. Merced a él, hemos podido gustar fresas, como las más sabrosas del
centro, pues las cultiva en abundancia, y no parece extraño a la afición a las
flores, pues él ha sembrado por todas partes violetas, como las de México[4] (y
no inodoras como las de aquí), pervincas, mosquetas, malvarosas, además de
todas las flores aromáticas y raras de nuestra sierra. Ha plantado un pequeño
viñedo, y a él he encargado precisamente de cuidar mis moreras nacientes y
que están colocadas en otro lugar más a propósito por su temperatura. En
suma, es infatigable en sus tareas, parece poseído por una especie de fiebre
de trabajo. Se diría que desea demostrar al pueblo que lo arrojó de su seno por
su conducta, que no merecía aquella ignominia, y que en su mano estaba
volver al buen camino, si la persona a quien había hecho tal promesa hubiera
dado crédito a sus palabras.
Los pastores de los numerosos rebaños que pastan en estas cercanías, como
he dicho a Vd., lo adoran, porque apenas se ha sentido la presencia de una
fiera en tal o cual lugar, por los daños que hace, cuando Pablo se pone
voluntariamente en su persecución y no descansa hasta no traerla muerta a la
majada misma que sirve de centro al rebaño perjudicado. Y Pablo no acepta
jamás la gratificación que es costumbre dar a los otros cazadores de fieras
dañinas, sino que después de haber traído muertos al tigre, al lobo o al
leopardo, o de haber avisado a los pastores en qué lugar queda tendido, se
retira sin hablar más. Esta singularidad de carácter, junta a su rara generosidad
y a su valor temerario, han acabado por granjearle el cariño de todo el mundo;
sólo que nadie puede expresárselo como quisiera, porque Pablo huye de las
gentes, pasa los días en una taciturnidad sombría; y a pesar de que padece
mucho todavía a causa de sus heridas, a nadie acude para curarse limitándose
a pedir a los labradores montañeses o a los aldeanos que pasan, algunas
provisiones a cambio del producto de su plantación. Cerca de ésta tiene su
pequeña cabaña, rodeada de rocas que él ha cubierto con musgo y flores: allí
vive como un ermita o como un salvaje, trabajando durante el día, leyendo
algunos libros en algunos ratos, de noche, y siempre combatido por una
tristeza tenaz.
Conmovido yo por semejante situación, he ido a verlo algunas veces. Él me
espera, me obsequia, me escucha, pero se resiste siempre a venir al pueblo.
Un día, en que supe que estaba postrado y sufriendo a consecuencia de sus
heridas y de la entrada del invierno, quise llevar conmigo a la señora madre de
Carmen para que esto le sirviese de consuelo; pero él apenas nos divisó a lo
lejos, huyó a lo más escabroso y escondido de la sierra, y no pudimos hacer
otra cosa que dejarle algunas medicinas y provisiones, retirándonos llenos de
sentimiento por no haberle visto.
--Pero ese muchacho,--interrumpí,--va a acabar por volverse loco, llevando
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semejante vida, parecida a la que hacía Amadís;[5] es preciso sacarlo de ella.
--Indudablemente,--contestó el cura,--eso mismo he pensado yo y he puesto
los medios para que termine. Vd. habrá comprendido cuál debía ser el único
eficaz, porque a mí no se me oculta que Pablo ha seguido amando a esta
muchacha, con más fuerza cada día; sólo que, altivo por carácter, y resentido
en lo profundo de su alma por lo que había pasado, no puede ya pensar en el
objeto de su cariño sin que la sombra de sus recuerdos venga luego a renovar
la herida y a engendrarle esa desesperación que se ha convertido en una
peligrosa melancolía.
--Pero en fin ... esta niña ...--pregunté yo con una rudeza en que había mucho
de curiosidad. Carmen no respondió; se cubría el rostro con las manos y
sollozaba.
--¡Ah! entiendo, señor cura,--continué;--entiendo: y ya era tiempo, porque la
suerte de ese infeliz amante me iba afligiendo de una manera...
--Como Vd. me concederá también,--repuso el cura,--yo no podía hacer otra
cosa, aun conociendo la verdadera pena de Pablo, que aguardar a mi vez,
porque por nada de este mundo hubiera querido hablar a Carmen de los
sufrimientos del joven; temía ser la causa de que esta sensible y buena
muchacha se resolviera a hacer un sacrificio _por compasión_ hacia Pablo, o
bien que llegase a tenerle un poco de cariño originado por la misma
_compasión_. Vd., capitán, en su calidad de hombre de mundo, estimará
desde luego el valor que podría tener un _amor de compasión_. Nada hay mas
frágil que esto, y nada que acarrée más desgracias a los corazones que aman.
Yo deseaba saber si Carmen había amado a Pablo antes, y a pesar de sus
defectos, aunque lo hubiera ocultado aun a sí misma por recato y por respeto a
la opinión de sus parientes. Si no hubiera sido así, yo deseaba al menos que
hoy lo amara, convencida de sus virtudes y estimando en lo que vale su noble
carácter un poco fiero, es verdad, pero digno y apasionado siempre.
Mientras yo no supiera esto, me parecía peligrosa toda gestión que hiciera para
favorecer a mi protegido; y ni a éste dije jamás una sola palabra de ello, como
él tampoco me dejó conocer nunca, ni en la menor expresión, el verdadero
motivo de sus padecimientos y de su soledad.
Hice bien en esperar: el amor, el verdadero amor, el que por más obstáculos
que encuentre llega por fin a estallar, vino pronto en mi auxilio.
Un día, hace apenas tres, el señor alcalde vino a verme a mi casa, me llamó
aparte y me dijo:
--Hermano cura, necesitamos mi familia y yo de la bondad de Vd., porque
tenemos un asunto grave, y en el que se juega tal vez la vida de una persona
que queremos muchísimo.
--¿Pues qué hay, señor alcalde?--le pregunté asustado.
--Hay, hermano cura, que la pobre Carmen, mi sobrina, está enamorada, muy
enamorada, y ya no puede disimularlo ni tener tranquilidad: está enferma, no
tiene apetito, no duerme, no quiere ni hablar.
--¿Es posible?--pregunté yo alarmadísimo, porque temí una revelación
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enteramente contraria a mis esperanzas.--¿Y de quién está enamorada
Carmen, puede decirse?
--Sí, señor, puede decirse, y a eso vengo precisamente. Ha de saber Vd., que
cuando Pablo, ya sabe Vd., Pablo, el soldado, la pretendía hace algunos años,
mi hermana y yo, que no queríamos al muchacho por desordenado y ocioso,
procuramos sin embargo averiguar si ella le tenía algún cariño, y nos
convencimos de que no le tenía ninguno, y de que le repugnaba lo mismo que
a nosotros. Por eso yo me resolví a entregarlo a la tropa, pues de ese modo
quitábamos del pueblo a un sujeto nocivo y libraba yo a mi sobrina de un
impertinente. Pero Vd. se acordará de aquella misma Nochebuena en que, al
hablar de Pablo en mi casa, cuando estábamos cenando, Carmen se echó a
llorar. Pues bien: desde entonces su madre se puso a observarla día a día; y
aunque de pronto no le siguió conociendo nada[6] extraordinario, después se
persuadió de que su hija quería al mancebo. Y se persuadió, porque Carmen
no quiso nunca oir hablar de casamiento, ni dió oídos a las propuestas que le
hacían varios muchachos honrados y acomodados del pueblo. Cuando se
hablaba de Pablo, Carmen se ponía descolorida, triste, y se retiraba a su
cuarto; y en fin, no hablaba de él jamás, pero parece que no lo olvidó nunca.
Así ha pasado todo este tiempo; pero desde que volvió Pablo, mi sobrina ha
perdido enteramente la tranquilidad: el día en que supo que estaba aquí, todos
advertimos su turbación aunque no sabíamos bien si era la alegría, o el susto,
o la sorpresa lo que la había puesto así. Después, cuando ha sabido la clase
de vida que hace Pablo en la montaña, suspiraba, y a veces lloraba, hasta que
por fin mi hermana se ha resuelto ahora a preguntarle con franqueza lo que
tiene y si quiere a ese mancebo. Carmen le ha respondido que sí lo quiere; que
lo ha querido siempre, y que por eso se halla triste; pero que cree que Pablo la
ha de aborrecer ya, porque la ha de considerar como la causa de todos sus
padecimientos, y eso lo indica el no querer venir al pueblo, ni verla para nada.
Que ella desearía hablarle, sólo para pedirle perdón, si lo ha ofendido, y para
quitarle del corazón esa espina, pues no estará contenta mientras él tenga
rencor. Esto es lo que pasa, hermano; y ahora vengo a rogar a Vd. que vaya a
ver a Pablo y lo obligue a venir, con el pretexto de la cena de pasado mañana,
para que Carmen le hable, y se arregle alguna otra cosa, si es posible, y si el
muchacho todavía la quiere; porque yo tengo miedo de que mi sobrina pierda
la salud si no es así.
--Ya Vd. comprenderá, capitán, mi alegría: ni preparado por mí hubiera salido
mejor esto. Aproveché una salida del pueblo para una confesión; corrí a la
montaña; ví a Pablo; le insté por que viniera, y me lo ofreció ... extraño mucho
que no haya cumplido.
Al decir esto el cura, un pastor atravesó el patio y vino a decir al cura y al
alcalde que Pablo estaba descansando en la puerta del patio, porque habiendo
estado muy enfermo y habiendo hecho el camino muy poco a poco, se había
cansado mucho.
Un grito de alegría resonó por todas partes: el alcalde y el cura se levantaron
para ir al encuentro del joven; la madre de Carmen se mostró muy inquieta, y
ésta se puso a temblar, cubriéndose su rostro de una palidez mortal....
--Vamos, niña,--le dije,--tranquilícese Vd.; debe tener el corazón como una roca
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ese muchacho si no se muere de amor delante de Vd.
Carmen movió la cabeza con desconfianza, y en este instante el alcalde y el
cura entraron trayendo del brazo--a un joven alto, moreno, de barba y cabellos
negros que realzaba entonces una gran palidez, y en cuya mirada, llena de
tristeza, podía adivinarse la firmeza de un carácter altivo.
Era Pablo.
Venía vestido como los montañeses, y se apoyaba en un bastón largo y
nudoso.
--¡Viva Pablo!--gritaron los muchachos arrojando al aire sus sombreros; las
mujeres lloraban, los hombres vinieron a saludarlo. El alcalde lo condujo a
donde se hallaban su hermana y sobrina, diciéndole:
--Ven por acá, picaruelo, aquí te necesitan: si tienes buen corazón, nos has de
perdonar a todos.
Pablo, al ver a Carmen, pareció vacilar de emoción, y se aumentó su palidez;
pero reponiéndose, dijo todo turbado:
--¡Perdonar, señor! ¿y de qué he de perdonar? ¡Al contrario, yo soy quien tiene
que pedir perdón de tanto como he ofendido al pueblo...!
Entonces se levantó Carmen, y trémula y sonrojada, se adelantó hacia el joven,
e inclinando los ojos, le dijo:
--Sí, Pablo, te pedimos perdón; yo te pido perdón por lo de hace tres años ... yo
soy la causa de tus padecimientos ... y por eso, bien sabe Dios lo que he
llorado. Te ruego que no me guardes rencor.
La joven no pudo decir más, y tuvo que sentarse para ocultar su emoción y sus
lágrimas.
Pablo se quedó atónito. Evidentemente en su alma pasaba algo extraordinario,
porque se volvía de un lado y de otro para cerciorarse de que no estaba
soñando. Pero un instante después, y oyendo que la madre de Carmen, con
las manos juntas en actitud suplicante, decía:
--¡Pablo, perdónala!--dejó escapar de sus ojos dos gruesas lágrimas, e hizo un
esfuerzo para hablar.
--Pero, señora,--respondió;--pero, Carmen; ¿quién ha dicho a Vds. que yo tenía
rencor? ¿Y por qué había de tenerlo? Era yo vicioso, señor alcalde, y por eso
me entregó Vd. a la tropa. Bien hecho: de esa manera me corregí y volví a ser
hombre de bien. Era yo un ocioso y un perdido, Carmen: tu eres una niña
virtuosa y buena, y por eso cuando te hablé de amor me dijiste que no me
querías. Muy bien hecho; ¿y qué obligación tenías tú de quererme? Bastante
hacías ya, con no avergonzarte de oir mis palabras. Yo soy quien te pido
perdón, por haber sido atrevido contigo, y por haber estorbado quizás en aquel
tiempo que tu quisieras al que te dictaba tu corazón. Cuando yo considero esto,
me da mucha pena.
--¡Oh! no, eso no, Pablo,--se apresuró a replicar la joven;--eso no debe afligirte,
porque yo no quería a nadie entonces... ni he querido después--añadió
avergonzada;--y si no, pregúntalo en el pueblo... te lo juro, yo no he querido a
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nadie....
--Más que a Vd., amigo Pablo,--me atreví yo a decir con resolución, e
impaciente por acercar de una vez aquellos dos corazones enamorados.--
Vamos,--añadí,--aquí se necesita un poco del carácter militar para arreglar este
asunto. Vd. que lo ha sido, ayúdeme por su lado. Lo sé todo; sé que Vd. adora
a esta niña, y da Vd. en ello prueba de que vale mucho. Ella lo ama a Vd.
también, y si no que lo digan esas lágrimas[7] que derrama, y esos
padecimientos que ha tenido desde que Vd. se fué a servir a la Patria. Sean
Vds. felices ¡qué diantre!--ya era tiempo, porque los dos se estaban muriendo
por no querer confesarlo.--Acérquese Vd., Pablo, a su amada, y dígale que es
Vd. el hombre más feliz de la tierra: aparte Vd. esas manos, hermosa Carmen,
y deje a este muchacho que lea en esos lindos ojos todo el amor que Vd. le
tiene; y que el juez y el señor cura se den prisa por concluir este asunto.
Los dos amantes se estrecharon la mano sonriendo de felicidad, y yo recibí
una ovación por mi pequeña arenga, y por mi manera franca de arreglar
matrimonios. Los pastores cantaron y tocaron alegrísimas sonatas en sus
guitarras, zampoñas y panderos; los muchachos quemaron petardos, y los
repiques a vuelo con que en ese día se anuncia el toque del alba, invitando a
los fieles a orar en las primeras horas del gran día cristiano, vinieron a
mezclarse oportunamente al bullicioso concierto.
Al escuchar entonces el grave tañido de la campana, que sonaba lento y
acompasado, indicando la oración, todos los ruidos cesaron; todos aquellos
corazones en que rebosaban la felicidad y la ternura se elevaron a Dios con un
voto unánime de gratitud, por los beneficios que se había dignado otorgar a
aquel pueblo tan inocente como humilde.
Todos oraban en silencio: el cura prefería esto por ser más conforme con el
espíritu de sinceridad que debe caracterizar el verdadero culto, y dejaba que
cada cual dirigiese al cielo la plegaria que su fe y sus sentimientos le
dictasen....
Así pues, todos, ancianos, mancebos, niños y mujeres oraban con el mayor
recogimiento. El cura parecía absorto, derramaba lágrimas, y en su semblante
honrado y dulce había desaparecido toda sombra de melancolía, iluminándose
con una dicha inefable. El maestro de escuela había ido a arrodillarse junto a
su mujer e hijos, que lo abrazaban con enternecimiento, recordando su peligro
de hacía tres años; el alcalde, como un patriarca bíblico, ponía las manos
sobre la cabeza de sus hijos, agrupados en su derredor; el tío Francisco y la tía
Juana también, en medio de sus hijos, murmuraban llorando su oración;
Gertrudis abrazaba a su hermosa hija, quien inclinaba la frente como agobiada
por la felicidad, y Pablo sollozaba, quizás por la primera vez, teniendo aún
entre sus manos la blanca y delicada de su adorada Carmen, que acababa de
abrir para él las puertas del paraíso. Yo mismo olvidaba todas mis penas y me
sentía feliz, contemplando aquel cuadro de sencilla virtud y de verdadera y de
modesta dicha, que en vano había buscado en medio de las ciudades
opulentas y en una sociedad agitada por terribles pasiones.
Cuando concluyó la oración del alba, la reunión se disolvió, nos despedimos
del digno alcalde y de los futuros esposos,[8] quienes se quedaron con él a
concluir la velada, así como otros muchos vecinos; y nos fuimos a descansar,
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andando apresuradamente, porque a esa hora, como era regular en aquellas
alturas, durante el invierno, la nieve comenzaba a caer con fuerza, y sus copos
doblegaban ya las ramas de los árboles, cubrían los techos pajizos de las
cabañas y alfombraban el suelo por todas partes.
Al día siguiente aun permanecí en el pueblo, que abandoné el 26, no sin
estrechar contra mi corazón aquel virtuosísimo cura a quien la fortuna me
había hecho encontrar, y cuya amistad fué para mí de gran valía desde
entonces.
Nunca, y Vd. lo habrá conocido por mi narración, he podido olvidar "aquella
hermosa _Navidad_, pasada en las montañas."
Todo esto me fué referido la noche de Navidad de 1871 por un personaje, hoy
muy conocido en México, y que durante la guerra de Reforma sirvió en las filas
liberales: yo no he hecho más que trasladar al papel sus palabras.
Obra Navidad en las Montañas de Ignacio Manuel Altamirano

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