Oaxaca, al pie de la montaña zapoteca
Primaveral y barroca, la ciudad se alza en la Sierra Madre del sur de México
GUÍA PRÁCTICA
Francisco Solano 5 ABR 2003
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En general, la señalización en México es un desastre, y si se solicita ayuda a algún habitante, lo más probable es que obtengamos explicaciones resbaladizas, aunque en un tono suavemente melodioso. El mexicano conoce la ciudad donde vive, pero ignora cómo indicar bien un itinerario. No importa; todas las ciudades mexicanas tienen un centro urbano muy preciso: el Zócalo. Hay que llegar hasta ahí, sorteando las zonas limítrofes, iguales en todas partes. El Zócalo es un lugar de irradiación desde el que la ciudad se exhibe en una escala acorde a la mirada. Sentado a una mesa, el viajero bebe el mezcal del reencuentro, y recupera con su sabor la erradicada sensación de estar, ese gusto por conciliar duración y reposo.
Esta experiencia es común en cualquier ciudad de México, pero en Oaxaca alcanza una dimensión asombrosa. El neoyorquino Eliot Weinberger, traductor de Borges y Paz, recuerda que Nietzsche moribundo soñó con recobrar la salud en Oaxaca, y él mismo considera que su Zócalo es el centro del universo: "El tiempo gira, el mundo gira, en torno a un eje. Allí es donde quiero estar". Oaxaca no es aún, como Venecia, una construcción de palabras, pero la fascinación que provoca en sus visitantes amenaza con convertirla en una ciudad imaginaria. No obstante, pocas ciudades hay más explícitas que esta urbe colonial que, contemplada en un mapa, parece que fue trazada por un aficionado a los crucigramas.
Para los reincidentes que vuelven cada año, que tienen ya inoculado en la sangre el fervor por la atmósfera de su cantería verde, Oaxaca despliega otra forma de hospitalidad y reconocimiento. Todo sigue igual, pero ahora sus formas son más nítidas. La piedra circular que sirve de base al quiosco del Zócalo ha sido sometida a la presión del agua, y muestra su relieve de glifos, mientras el aire se llena de una cantinela de martillos que golpean la fachada del Palacio de Gobierno, arrancando la suciedad. Y el color de jade apagado de la cúpula, que envuelven las ramas de los laureles de Indias, pronto brillará con un resplandor de sol. Oaxaca ha decidido ponerse aún más bonita, en un acceso de coquetería absurda. La cosmética se inventó para componer máscaras de teatro y simular los estragos de la edad, pero el tiempo en Oaxaca se ha detenido en la época de la Colonia y sólo existe en la mente de los turistas. Sin embargo, no todo es cosmética en este proyecto de limpieza. La acción más inmediata es quitar de las calles los postes de luz, que daban a Oaxaca un aspecto rudimentario, y llevar bajo tierra las conducciones eléctricas. De este modo los temblores de tierra no dejarán las aceras inundadas de postes derribados.
Oaxaca parece haber sido creada para agradar, pero sobre todo para dejar una impresión insólita de complacencia. El clima es primaveral durante todo el año, con temperaturas frescas por la noche. Las calles del centro y alrededores se pueden recorrer a pie, y es raro sentirse en medio de una multitud. Sus edificios suntuosos son escasos, y no obligan a la visita, si exceptuamos la iglesia de Santo Domingo, con su vertiginoso barroquismo colonial que aturde a la mirada, y su convento, ahora convertido en Museo Regional de Oaxaca, un recorrido desde los primeros asentamientos olmecas hasta la época de Juárez. En su enorme patio transformado en jardín etnobotánico, se puede apreciar la increíble variedad de la flora oaxaqueña. El verdadero monumento es Monte Albán, a 12 kilómetros, la sede del sistema político y social de la cultura zapoteca, que controló durante más de un milenio gran parte del suroeste de Mesoamérica, cuya urbe fue abandonada en el siglo VII. A la llegada de los españoles, Monte Albán estaba enterrada, y los conquistadores sólo conocieron de oídas la historia de su esplendor. Desde su cumbre la vista sobre los valles es sobrecogedora, y las nubes, que se paralizan absortas sobre las pirámides, juegan a distribuir las sombras para que el vigor del sol no nos ciegue los ojos.
Relieves barrocos
Cumplido el protocolo, con el sol de la cultura zapoteca en la piel, y contemplados los relieves barrocos, la policromía y la jerarquía celeste de Santo Domingo, conviene recorrer las calles sin inducir los pasos en ninguna dirección. Dos muchachitas indias tocan un acordeón casi más grande que su cuerpo, y más allá está el ciego de todos los años, con su lata entre las piernas para oír la caída de las monedas, cantando con voz membranosa y jadeante su repertorio melodramático de pasión y olvido. Continuando por la avenida de la Independencia, dejando el Zócalo a la derecha, el visitante se tropieza con la única aglomeración callejera -descontadas las de las muchedumbres que se agolpan para oír a la orquesta municipal- que Oaxaca produce. El lugar que convoca a tanta gente es una inmensa librería, la Proveedora Escolar, un edificio de varias plantas donde trabajan más de 200 personas y que alberga todos los libros imaginables en lengua española. Fundada hace 53 años por un maestro rural mixteco, Ventura López Sánchez, empeñado en erradicar la pobreza de recursos culturales, es la más completa del Estado de Oaxaca. Un verdadero paraíso para el lector. En su inagotable primera planta, el visitante puede recorrer la memoria de sus lecturas, en las mismas ediciones que leyó en su juventud. Y así, con un libro recobrado en las manos, las calles pueden deparar sucesos inverosímiles. ¿Por qué no entrar en el Registro Civil? De pronto el tráfico se ha detenido ante una novia vestida de violeta con un chal de irisaciones verdes, un ramo de rosas blancas y coronada la cabeza con flores de jacarandá. El novio viste un traje de lino. Ella es alemana, y él, español. Esto lo sabremos después, cuando la curiosidad conduzca los pasos a la sala de matrimonios. ¿Qué ocultas razones han estimulado a esta pareja a unir sus vidas en Oaxaca? Preside la ceremonia el retrato de Benito Juárez y un reloj anacrónico que es un regalo comercial. La sala tiene un aspecto de despacho de juntas de una empresa en bancarrota. El juez, que mueve las manos con untuosidad de paje, viste un jersey bastante inadecuado, y exige respuestas claras. Entre una algarabía de besos, los novios se fotografían con la bandera mexicana envolviendo el cuerpo de la novia.
Los libros y el matrimonio tienen en común que son promesas de felicidad. Ya podemos volver al Zócalo, que procura una expectativa semejante, y que equivale, como dice Weinberger, "a recobrar el estado de perfecto reposo que sólo ocurre en el centro, y que en la actualidad está palmariamente ausente de la mayoría de nuestras ciudades y de nuestras vidas". Estas palabras nos eximen de buscar una expresión propia. En realidad, en el Zócalo de Oaxaca lo que predomina, a la caída de la tarde, es un persistente sentimiento de promesa cumplida
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