LA DEPRESION INFANTIL
Pero el descubrimiento de que los brotes benignos de depresión infantil auguran episodios más
severos durante la vida posterior no sólo demuestra la necesidad de tratar la depresión infantil sino también
de prevenirla. Este hallazgo contradice la antigua opinión de que la depresión infantil carece de importancia
a largo plazo porque los niños «se desprenden naturalmente de ella» a lo largo de su proceso de
crecimiento. Es evidente que todos los niños se entristecen alguna que otra vez y que, al igual que ocurre
en la madurez, la niñez y la adolescencia son épocas de decepciones ocasionales y pérdidas más o menos
importantes que van acompañadas del correspondiente pesar. Pero la necesidad de prevención de la que
estamos hablando no se refiere tanto a esas ocasiones como a aquellos otros estados de melancolía
mucho más graves en los que la espiral del abatimiento hunde lentamente a los niños en la pesadumbre, la
desesperación, la irritabilidad y el repliegue en sí mismos.
Según los datos recogidos por Maria Kovacs, psicóloga del Western Psychiatric Institute and Clinie
de Pittsburgh, tres cuartas partes de los niños que se vieron obligados a recibir tratamiento a causa de una
depresión grave, después sufrieron recaídas. La investigación realizada por Kovacs se inició cuando los
niños diagnosticados de depresión contaban ocho años de edad y prosiguió con un seguimiento periódico
que, en algunos casos, se prolongó hasta los veinticuatro.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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La duración promedio de los episodios depresivos infantiles fue de unos once meses, aunque uno de
cada seis persistía hasta los dieciocho. Por su parte, la depresión moderada que, en algunos niños,
aparecía a los cinco años de edad, era menos incapacitante pero tendía a ser más duradera (una media de
cuatro años).
Kovacs también descubrió que los niños que sufrían una depresión menor eran proclives a que ésta
se agravara y desembocara en una depresión mayor (la denominada doble depresión). Y quienes
desarrollaban una doble depresión mostraban, por su parte, una mayor tendencia a sufrir episodios
recurrentes en años posteriores. Al llegar a la adolescencia y al comienzo de la edad adulta, los niños que
habían pasado por algún episodio depresivo sufrían, por término medio, depresiones o trastornos
maníaco—depresivos uno de cada tres años.
Pero el precio que tienen que pagar estos niños va más allá del sufrimiento causado por la depresión.
En opinión de Kovac: «los muchachos aprenden el ejercicio de las habilidades sociales en las relaciones
que establecen con sus compañeros. Si uno, por ejemplo, desea algo de lo que carece, ve cómo otros
niños resuelven esta situación y luego trata de conseguirlo por sí mismo. Pero los niños deprimidos suelen
terminar engrosando las filas de los marginados, de los niños con los que nadie quiere jugar». La suspicacia
y la tristeza que sienten estos niños les hace rehuir los contactos sociales o mirar hacia otro lado cuando
alguien trata de establecer contacto con ellos, un signo que suele interpretarse como rechazo. El resultado
final es que los niños deprimidos terminan siendo ignorados o rechazados. Este tipo de carencia en su
bagaje interpersonal les impide sacar partido del aprendizaje natural que se produce en medio de la
bulliciosa actividad del patio de recreo y así suelen acabar arrastrando un lastre emocional y social del que
deberán desprenderse cuando salgan de la depresión. En suma, el hecho es que los niños deprimidos son
más ineptos socialmente, tienen menos amigos, son menos elegidos como compañeros de juego, suelen
caer menos simpáticos y, en consecuencia, tienen más problemas de relación.
Otro precio que deben pagar estos niños por su depresión es el pobre rendimiento escolar. La
depresión dificulta la memoria y la concentración, impidiéndoles prestar atención y asimilar lo que se les
enseña. Un niño que no siente ilusión por nada encontrará prácticamente imposible acopiar la energía
suficiente para que las lecciones del profesor le estimulen de algún modo (por no mencionar la incapacidad
de experimentar el estado de «flujo», del que hablábamos en el capítulo 6). Según el estudio de Kovac,
pues, los niños cuyos episodios depresivos son más prolongados obtienen peores calificaciones y suelen ir
atrasados en sus estudios. En realidad, parece existir una relación directa entre el período de tiempo que un
niño permanece deprimido y su rendimiento escolar, con una caída en picado durante el transcurso del
episodio depresivo. Por su parte, este pobre rendimiento académico no hace sino complicar la depresión
porque, como afirma Kovac: «no es difícil comprender lo que ocurre cuando uno comienza a sentirse
deprimido y le suspenden, teniendo que quedarse en casa a estudiar y sin poder salir a jugar con los
demás».Pag. 153. Inteligencia Emocional de Daniel Goleman.
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