Y pinta a los hombres viviendo en una caverna subterránea que se abre hacía la luz a través de una larga galería. Los moradores de esta caverna viven encadenados a ella desde su niñez y sólo les permite ver hacía adelante. Están vueltos de espaldas hacía la salida. Lejos de ellos, al final de la galería por la que se sale a la luz, arde una hoguera cuyo reflejo ilumina por sobre las cabezas de los prisioneros la pared de atrás de la caverna. Entre ellos y la hoguera discurre en lo alto un camino y a lo largo de él una pared, comparable a la rampa de los teatros de títeres detrás de la que se esconde el titiritero para manejar sus muñecos. Por detrás de esta pared pasa gente llevando distintos objetos y figuras de madera y de piedra, unas veces en silencio y otras veces hablando. Estos objetos descuellan sobre el muro y el fuego proyecta sus sombras sobre la pared interior de la cueva. Los prisioneros, que no pueden volver la cabeza para mirar hacía la salida de la gruta y que, por tanto, no han visto durante toda su vida más que las sombras, las consideran naturalmente como la realidad y cuando oyen, al mismo tiempo que las ven cruzar, el eco de las voces de los portadores, creen oír el lenguaje de las sombras.
Supongamos ahora que uno de lo prisioneros fuese puesto en libertad, que saliese de pronto a la luz y mirase hacia ella: sería incapaz de contemplar los brillantes colores de aquellas cosas cuyas sombras viera antes y no creería a quien le asegurase que todo lo que antes había visto era nulo y que su ojo contemplaba ahora un mundo de una realidad superior a la de antes. Este hombre estaría firmemente convencido de que aquellas imágenes de sombras a que estaba acostumbrado constituían la verdadera realidad y correría a ocultarse de nuevo en la cueva, con sus ojos doloridos. Necesitaría irse acostumbrando a fuerza de tiempo antes de estar en condiciones de contemplar el mundo de la luz. Al principio, no podría ver más que sombras, luego podría ver ya las imágenes de los hombres y de las cosas reflejadas sobre las aguas y sólo al final se hallaría en aptitud de ver las mismas cosas, directamente. Después, miraría al cielo y a las estrellas de la noche y su luz, hasta que por último se sentiría capaz de mirar al sol, no sus reflejos en las aguas o en otros objetos, sino al mismo sol, en toda su pureza y en el lugar que verdaderamente ocupa. Entonces, se daría cuenta de que es él quien produce las distintas estaciones del año y la sucesión de los años, el que reina sobre todo cuanto acaece en el mundo de lo visible y la causa de todo lo que él y los otros prisioneros habían contemplado siempre, aunque sólo como sombras. Y, recordando su anterior morada, la conciencia que allí tenía de las cosas y a sus compañeros de cautiverio, se consideraría feliz por el cambio ocurrido y compadecería a sus antiguos hermanos de prisión. Suponiendo que entre los prisioneros existiesen honores y distinciones para premiar a quienes distinguiesen más certeramente las sombras que veían cruzar ante ellos y a quienes mejor recordasen cuáles " solían" pasar antes, cuáles después y cuáles al mismo tiempo, hallándose así en condiciones de anticipar mejor lo que habría de ocurrir (alusión a los políticos sin otra pauta que la de la rutina), no es fácil que el cautivo rescatado añore a aquellos honores, sino que, al igual que el Aquiles de Homero, preferirá ser el más humilde jornalero en el mundo de luz del espíritu que el rey de aquel mundo de las sombras. Y si por acaso volviese alguna vez al interior de la cueva y se pusiese a rivalizar como en otro tiempo con los demás cautivos, se pondría en ridículo, pues ya no podría ver nada en las sombras y le dirían que había echado a perder sus ojos al salir a la luz. Y si intentase liberar a uno de los otros y sacarlo de las tinieblas, correría el riesgo de que lo matasen, caso de que pudiesen apoderarse de su persona. Pag. 691,692 Paideia: Los ideales de la Cultura Griega por Werner Jaeger.
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